8. Las influencias bárbaras y musulmanas
A finales del siglo IV el emperador de origen hispano Teodosio (347-379-394-395) da al Imperio Romano los últimos momentos de gloria y afianza decisivamente el cristianismo contra los intentos de re-paganización del Imperio. Pero ya sus hijos presencian la definitiva invasión de los bárbaros germanos. En el año 409 un conglomerado de pueblos germánicos - vándalos, suevos y alanos - atraviesa el Pirineo y arrasa Hispania. Poco después (410) el rey visigodo Alarico se apodera de Roma y en el año 476 cae el Imperio de Occidente.
Se da por finalizada la Edad Antigua y se abre el período de la Alta Edad Media.
Otro pueblo germano, los visigodos, cristianos que profesan la doctrina antitrinitaria del arrianismo (8.1), conquistadores convertidos en aliados del Imperio, derrotan a los vándalos, suevos y alanos. Los suevos forman un reino independiente en Galicia durante más de siglo y medio hasta su conquista por el rey visigodo Leovigildo en el año 576. Los alanos y vándalos emigran de la Península.
Los visigodos eran los más civilizados entre los germanos venidos a la Península. La herejía arriana de los dominadores establecía una división esencial con la ortodoxia religiosa de los dominados. Los dos pueblos rehuían la convivencia hasta el punto de agruparse en núcleos poblacionales diferentes. Pero desde la conversión al catolicismo de Roma por el rey Recaredo (589), la actitud de los visigodos empieza a cambiar. Al fin se llega a la unificación jurídica para los individuos de ambas procedencias. Los hispano-romanos acceden a la aristocracia militar, mientras que los visigodos comienzan a penetrar ahora una jerarquía eclesiástica que antes les era ajena. Se están poniendo los cimientos de una unidad religiosa y política entre el grupo invasor germánico y los habitantes hispano-romanos depositarios de la tradición hispana. La conversión de Recaredo en el 589 - posterior a la del merovingio Clodoveo rey de los francos (481-511) en el 496 - es probablemente el hecho histórico más significativo que conformará en la península un espíritu de unidad nacional, en definitiva de “nación”, utilizando una terminología del siglo XIX. Se debilitó en los visigodos el sentido particularista de raza y la fusión con los hispano-romanos tuvo resultados de valor nacional superior: la formación de una nacionalidad española a la que no se sustrae ningún territorio peninsular.
Aunque no existió una diferencia radical entre la cultura visigótica y la romana del Bajo Imperio, no hay duda que el elemento visigótico españolizó la cultura romana. Y en ello no parece que hubiera influido la herejía arriana. La lengua latina desplaza a la gótica, pero las formas vulgares latinas desplazan a las clásicas quedando aquellas huérfanas de un referente, lo que será clave para su evolución, más libre, posterior.
En las tierras hispanas la llegada de invasores de origen germano, aunque también romanizados, contribuye paradójicamente a afianzar el latín vulgar, aunque aportando a su vez rasgos y palabras nuevas. El hecho trascendental de las invasiones germánicas es que sobrevino una grave depresión de la cultura dificultándose extraordinariamente las comunicaciones con el resto de la Romania. El latín vulgar de la Península quedaba abandonado a sus propias tendencias. Así, dependiendo de sus centros de referencia cultural, el latín vulgar de los pueblos peninsulares fue gradualmente alejándose del que les había servido a todos como referencia más o menos culta, el de las escuelas y de la administración romana. El latín vulgar, el que hablaban los no cultos con rasgos diferentes según las zonas, fue evolucionando fonéticamente y se diversificó sin control o freno alguno. Así empezaron a apuntar distintas hablas locales.
Gracias a los visigodos, la idea de la personalidad de Hispania como provincia romana se trocó, por vez primera en la historia, en conciencia de su unidad independiente. Transformaron las costumbres, el derecho y la liturgia, y trajeron la simiente de la inspiración épica. Si durante el siglo VII es evidente la decadencia del reino toledano visigótico, que poco después se derrumba al surgir la invasión árabe, la impronta visigótica queda grabada en numerosas instituciones medievales. No obstante, como apunta Menéndez Pidal, al cesar la dominación visigoda, la civilización peninsular sigue siendo fundamentalmente romana, con algo de semitismo y prácticamente nada teutónica.
La influencia lingüística de los visigodos en los romances hispanos no fue muy grande. Romanizados pronto, abandonaron el uso de su lengua, que en el siglo VII se halla en plena descomposición. No hubo en España un período bilingüe tan largo como en Francia y así el elemento visigótico no parece haber influido de forma importante en la fonética española.
Los romances que se hablaban en España al terminar la época visigótica se hallaban en un estado de formación incipiente, con rasgos muy primitivos. Por encima de las variantes regionales, todavía poco acusadas, existía en el español naciente una fundamental unidad, representada por la conservación de la "f" e "y" iniciales.
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A la muerte del rey Vitiza en febrero del año 710, las constantes luchas civiles por la posesión del trono visigótico atraen a los sarracenos del norte de África y esta invasión musulmana de principios del siglo VIII y los largos siglos de Reconquista dibujarán definitivamente el mapa lingüístico actual.
A la muerte de este rey visigodo hubo un intento de reparto del reino entre sus hijos pero esto iba en contra de las tradiciones sobre la transmisión del cetro real. Era la reunión de prelados y palatinos (el Concilio) el que debía elegir sucesor según lo dispuesto por el Concilio VIII de Toledo que se inició en el año 653. Eligió finalmente a Rodrigo, el duque de la Bética, pero los hijos y fieles de Vitiza no aceptaron la elección y estalló una guerra civil que venció Rodrigo. Los vitizianos no aceptaron la derrota y buscaron revancha. Mediante el conde Julián, gobernador de Ceuta, pidieron ayuda a los sarracenos. Pronto desembarcaron éstos - julio del año 710 - en una misión de reconocimiento que daría como resultado la invasión musulmana disfrazada de ayuda militar.
Tras la batalla de Guadalete (“wadilakka”) en el 711, Tariq y Muza, en un avance espectacular de tan solo cuatro años, someten toda la Península, quedando pequeños focos de resistencia en las montañas pirenaicas de Aragón-Navarra y principalmente en la cornisa cantábrica de Asturias, y pasan a Francia. En las tierras del norte de la Península se organizan los nuevos reinos cristianos hispánicos - primero Asturias y León, luego Navarra - que inician la Reconquista. Hasta el año 718 no se registra en la Península ningún núcleo cristiano de resistencia en lucha abierta contra los invasores musulmanes. En ese año, el noble godo Pelayo alza el valle de Cangas en Asturias contra la dominación. Tras la emboscada de Covadonga en mayo de 722, el pueblo astur, insuficientemente romanizado, rebelde frente a los romanos, los visigodos y ahora ante los musulmanes, será el embrión de la independencia cristiana de Hispania.
Ha de transcurrir todo el siglo VIII para que también Carlomagno inicie la reconquista de Cataluña, llegando hasta Manresa y Barcelona (801) e incorporando también otros territorios pirenaicos occidentales. Probablemente intentó crear otra “marca hispánica” en la zona de Pamplona, pero el desastre de Roncesvalles (778) frustró una frontera franca en el valle del Ebro.
En la zona conquistada por el Islam permanecen importantes grupos de visigodos de religión cristiana y habla romance heredada del latín, los mozárabes. Hacia el año 824, a raíz de la segunda derrota franca en Roncesvalles, Navarra parece consolidarse como reino independiente y los territorios del Pirineo y Cataluña, divididos en condados por herencia de la “Marca Hispánica” carolingia, accederán a finales del siglo X a cierto grado de independencia respecto del reino franco. En todos estos territorios, el reino asturleonés ejerce durante los siglos IX y X cierta hegemonía y prestigio que a principios del siguiente pasará con Sancho III Garcés el Mayor (990-1004-1035) a Navarra y más tarde a Aragón y luego a Castilla.
En la Península, los primeros en sentir el influjo de la cultura musulmana son, naturalmente, los mozárabes. Incluso los que siguen profesando el cristianismo escriben a veces en árabe y toman a menudo nombres árabes. Les siguen los cristianos del norte, movidos por el ejemplo de los mozárabes emigrados que acogen en sus reinos. Al avanzar la reconquista caen en poder de los cristianos ciudades importantes como Toledo (1085), Zaragoza (1118) y Tudela (1119). Los mozárabes que las habitan están fuertemente islamizados y el contingente moro que permanece en ellas es muy numeroso. Los mudéjares y moriscos de las regiones que se van ocupando conservan sus creencias, instituciones, costumbres y hasta el uso de su lengua.
Así el elemento árabe fue, después del latino, el más importante del vocabulario español hasta el siglo XVI y su principal agente diseminador fue sin duda el vector mozárabe. Sumando el léxico propiamente dicho y los topónimos, se calculan unas cuatro mil formas. Además fueron intermediarios al trasmitirnos buen numero de voces procedentes de diversas lenguas (sánscrito, de los brahmanes de la India; del persa vienen jazmín, naranja, azul, escarlata). Incluso nos trajeron helenismos.
La suerte de los arabismos hispánicos ha variado según las épocas. Hasta el siglo XI, mientras la Península estuvo orientada hacia Córdoba, se introdujeron sin obstáculo ni competencia. Durante la Baja Edad Media continúa pujante la influencia arábiga, aunque lucha ya con el latinismo culto y con el extranjerismo europeo. Después se inicia el retroceso del arabismo.