12. Los dialectos en los reinos cristianos
Surge el Estado feudal a medida que las inestables formas aristocráticas de poder vigentes en los siglos IX y X encuentran poco a poco fórmulas para consolidarse alrededor de un líder efectivo. El monarca cimienta su poder en su capacidad de aunar la fidelidad de diversos grupos nobiliarios, lo que da estabilidad a su relación con los nobles. Con Sancho III el Mayor de Navarra (990-1004-1035) comienza así a institucionalizarse la monarquía, encontrando a su vez en la modernización que ese mismo rey provoca en la Iglesia, un soporte material e ideológico.
A partir de entonces, los reinos medievales son entidades más claramente definidas que las antiguas provincias romanas, conventos jurídicos y obispados. A nivel territorial, al principio recordaban en cierto modo la última división provincial romana: si León reproducía, ampliándola desde luego, la Gallaecia, Navarra estaba llamada a llenar el extremo occidental de la Tarraconense. Pero ateniéndonos a la fisonomía y peculiaridades, cada reino cristiano se formó, libre de antecedentes tan lejanos, con el espíritu y tradición nacidos de su peculiar desarrollo histórico.
Las tendencias que mantuvieron el fraccionamiento político peninsular hacían que en el desarrollo dialectal los rasgos diferenciales prevalecieran sobre las notas congregadoras. La comunicación entre reinos cristianos independientes no era ahora tan fácil y constante como en las provincias unidas por Roma, ni podía ser comparable a la que habría conseguido la unidad visigótica. La vida social y política comenzaba a encerrarse en círculos reducidos, favoreciendo la disparidad. De este modo, las divergencias regionales que asomaban en el proceso de corrupción del latín en la época visigótica, se acentuaron hasta originar dialectos distintos, aunque íntimamente emparentados. Tampoco hay que pensar que se correspondieran dialectos y Estados, tanto más cuanto que éstos se encontraban en continua mutación territorial; pero la suerte de los dialectos guardará en su evolución posterior innegable relación con la de los Estados.
Por su propia naturaleza constitutiva, como variante de una lengua, el dialecto no puede concebirse como algo autónomo, sino derivado y dependiente de una lengua que le sirve de constante referencia. Lo más frecuente es que los dialectos no posean una elaboración de tipo normativo que los haya dotado, por ejemplo, de un sistema ortográfico, ya que en general para su uso no precisan de expresión escrita. Toda lengua ha sido antes dialecto de otra, sin que eso rebaje su categoría. Solo cuando el hablante dialectal percibe que posee un habla de cultura que le permite acceder sin complejos a cualquier actividad social, está en condiciones de valorar su dialecto como lengua y un bien propio.
Deben considerarse dialectos históricos los que surgen de la etapa de formación, es decir, los dialectos que produjo de manera natural la evolución popular del latín vulgar. En un principio lo eran, al Norte, en un extremo el gallego-portugués y en el otro el catalán. Entre los dos el asturleonés, el castellano, el navarro y el aragonés. En Valencia se habló antaño catalán lo mismo que en Barcelona, aunque más tarde evolucionaría separadamente. No obstante, algunos valencianistas han querido distinguir el antiguo lemosin de Valencia del catalán.
Al Sur, los dialectos mozárabes que, aislados de los demás y cohibidos por el uso del árabe como lengua culta, tienen una evolución lenta por lo que constituyen una interesante reliquia del romance que se hablaba en los últimos tiempos del reino visigodo. Con el avance de la Reconquista hacia el sur, los dialectos mozárabes comienzan a desaparecer.
Desde el comienzo de la Reconquista, el leonés y el navarro parecen llamados a dominar, pero tras la muerte de Sancho III el Mayor (1035) y la desmembración de sus territorios entre sus hijos, la fuerte influencia de León y Navarra cede paso a la de Aragón y Castilla lo que se acentúa notablemente al final del siglo XI. El progreso entonces del reino de Castilla supuso un notable avance del castellano sobre el leonés, mientras que el navarro recibiría ahora el impulso del aragonés con fuertes influencias francas. En los extremos, el gallego y el catalán se consolidan como lenguas, no así el vascuence que continuará hasta finales del siglo XX su ancestral andadura como “habla”, sin poder transmisor de cultura escrita hasta la reciente llegada del “batúa”.
Los siglos XI al XIII marcan el apogeo de la inmigración y cultura ultrapirenaica en España. Todas las capas de la sociedad, nobles, guerreros y eclesiásticos, experimentan la influencia de visitantes y colonos extranjeros, unido al impacto de la reforma cluniacense. En Navarra y Jaca, las dos principales entradas de la inmigración, se redactan numerosas escrituras y algunos fueros en lenguas occitanas, gascón o provenzal. Los redactores o copistas de textos eran sin duda ultramontanos que intentaban acomodarse al romance de su nueva residencia, sin lograrlo aún completamente. El desarrollo de las literaturas peninsulares se ve estimulado por el ejemplo de poetas franceses y provenzales que acompañan a los señores extranjeros en sus peregrinaciones a Compostela o frecuentan las cortes españolas. De esta época data la introducción de numerosos galicismos y occitanismos.
La primitiva Cataluña había sido arrebatada a los musulmanes por Ludovico Pío (778-840) en el año 801 siendo emperador su padre Carlomagno. Al principio se trata de un grupo de señoríos incorporados al reino franco, estableciéndose el condado de Barcelona dentro del territorio conocido como la Marca Hispánica integrada por condados peninsulares dependientes de los monarcas Carolingios. Pero esta dependencia se convierte en pura fórmula conforme crece el poderío del condado de Barcelona. En tiempos del conde Ramón Berenguer III (1082-1096-1131) empieza Barcelona a intervenir políticamente en el sur de Francia. Cataluña no pierde sin embargo cohesión con los demás pueblos cristianos de la Península y a la muerte del rey de Aragón y Navarra, Alfonso I el Batallador (1134), su hermano Ramiro II el Monje - suegro del conde de Barcelona Ramon Berenguer IV - propicia un destino catalán bajo la Corona de Aragón y juntos encontrarán una vocación mediterránea colaborando además en la empresa común de la Reconquista. Cataluña permanece ligada a Francia por vínculos políticos y culturales, de los que se fue desprendiendo poco a poco. Sobre su lengua, con esencial elemento ibero romano, pesó durante varios siglos el influjo del provenzal. Después de Cataluña, fueron Navarra y Aragón las regiones españolas que más pronto y con mayor intensidad experimentaron la influencia del Mediodía francés.
Hasta el siglo XII el romance catalán solo recibió de los letrados la denominación despectiva de "habla rústica" o la más exacta y duradera de "lengua vulgar". Pero hacia 1150 la Chronica Adefonsi Imperatoris lo califica ya de "nostra lingua". El texto catalán más antiguo son unos sermones sin finalidad literaria, las Homilias de Orgañá (finales del siglo XII). La Crónica del rey de Aragón Jaime I el Conquistador (1205-1213-1276) inaugura la verdadera literatura catalana, y muy pronto vienen a engrandecerla la obra gigantesca del mallorquín Raimundo Lulio (1233-1315) y una brillante pléyade de historiadores y didácticos. El catalán aparece ya en el siglo XIII como una lengua con personalidad propia y es vehículo de una cultura, aunque desde un punto de vista histórico, surge como dialecto del latín vulgar, al igual que otras manifestaciones romance hispánicas.
Lo expuesto en esta breve sección puede dejar en el lector la impresión de que el sentimiento nacional, el que habían creado los visigodos, no se desarrolla en esta época en la que se consolida la separación de los varios reinos cristianos y emergen las variedades dialectales. Y aunque ello es cierto a nivel de la configuración de los Estados como organizaciones políticas, no es menos cierto que por encima de estas diferencias existía una unidad de destino superior, fundamentada en la unidad religiosa, que influía considerablemente en las propias instituciones políticas, culturales y sociales. J. R. Castro opina a este respecto que Europa se confunde entonces con la cristiandad y el europeo medieval se considera miembro de una especie de liga de naciones del espíritu. Lo importante para el futuro desarrollo de España es que, desde Sancho III el Mayor, los reinos cristianos peninsulares habían entrado firmemente en la esfera de la Europa occidental, rechazando islamizarse como todas las otras provincias del imperio romano al Este y al Sur del Mediterráneo. Y ello, como dice Menéndez Pidal, fue debido al libre y puro espíritu religioso, salvado en el norte de España y que fue el que dio aliento y sentido nacional a la Reconquista. Quien no viera en la religión la llama que dio unidad a los reinos hispánicos habrá comprendido poco de nuestra historia.