7. El latín vulgar y el nacimiento de dialectos 

Desde el momento en que la literatura y la inagotable profusión de normas jurídicas romanas fijan la lengua escrita, se inicia la separación entre el latín culto - el enseñado en las escuelas y practicado en la oratoria de los foros - y un latín más casual, más doméstico-familiar, empleado en la conversación y comunicación de las masas populares. Mientras la lengua literaria se depura y gana en envidiable claridad y precisión hasta llegar a conseguir el refinamiento de las odas de Horacio, la prosa de César y Tácito o de las enseñanzas de nuestro vecino de Calagurris, el profesor de retórica Quintiliano (h. 35 - 95), el habla vulgar sigue, por un lado, apegada a usos antiguos y por el otro, progresando con libertad en continuas innovaciones, aunque repudiadas o aceptadas tan solo parcialmente por la literatura. El habla vulgar, protagonizada por un pueblo iliterato y en gran medida analfabeto, evoluciona únicamente por alteraciones fonéticas que escapan con gran facilidad a la rigidez de los patrones escritos.

Durante el Imperio, las divergencias entro lo culto y lo vulgar se ahondan en grado considerable. El latín culto llega a estacionarse por el peso de una magnífica acumulación literaria - adquiere madurez y fijación - mientras que el vulgar, con su inherente rápida evolución fonética, prosigue el camino que habría de llevar al nacimiento de dialectos que poco a poco se convertirán en lenguas romance. Éstas no vienen del latín culto, sino que son consecuencia de la divergencia que van tomando las hablas vulgares.

Deshecho el Imperio en el siglo V con las invasiones bárbaras, la consiguiente decadencia de las escuelas y de la cultura, y la inevitable relajación del unitarismo administrativo y jurídico de Roma, aceleran el declive de la lengua literaria o latín culto. Desde el siglo VII solo la emplean eclesiásticos y letrados, aunque su lenguaje revela ya inseguridades y admite vulgarismos, fabrica multitud de palabras nuevas y acoge numerosas voces romances o exóticas. Es el bajo latín de la Alta Edad Media.

Las provincias romanas, convertidas entonces en estados bárbaros, quedan aisladas unas de otras y el latín vulgar de cada territorio queda sin la contención o freno que antes suponía una continua referencia de la lengua clásica literaria. En cada región se abren caminos nuevos, se aceleran las innovaciones fonéticas y sin duda gramaticales, hay nuevas construcciones de frases, y preferencias marcadas por tal o cual palabra. La evolución fonética es muy libre y dispar en cada territorio. Y llega un momento en que la unidad lingüística latina se quiebra progresivamente, constituyéndose en dialectos las diferencias locales, aunque con lógicas semejanzas muy significativas.

Cuando se trata de inquirir si antes del siglo VI apuntaban en Hispania diferencias regionales que pudieran ser base de futuras escisiones lingüísticas, Ramón Lapesa, muy sabiamente, renuncia a la certidumbre absoluta y nos sugiere contentarnos solamente con hipótesis. Así, hay que tener en cuenta que la división administrativa romana no era arbitraria. Los conventos jurídicos que integraban las provincias parecen haberse atenido en su demarcación, al menos desde el unificador Caracalla en el 212, a núcleos previos de pueblos indígenas. Podría entonces suponerse haber existido un substrato lingüístico prerromano diferenciado en cada una de las regiones hispánicas, substrato que explicaría el surgir más tarde de variedades romances diferenciadas en cada una de esas regiones. De donde cabría concluir entonces que la influencia de los substratos lingüísticos primitivos o prerromanos habría sido un factor importante, quizá determinante, en la formación de variadas lenguas romances peninsulares.

Antes de entrar a conocer mejor estos romances hay que recalcar que la civilización occidental ha heredado el latín en dos formas distintas: como lengua hablada, madre de los idiomas románicos o romance, y como vehículo universal y permanente de cultura. A consecuencia de este doble legado, el vocabulario latino ha pasado a las lenguas romances siguiendo diversos caminos: unas palabras han vivido sin interrupción en el habla, libres del recuerdo de su forma literaria y abandonadas al curso de la evolución fonética. Y otras palabras, seguramente por el influjo de un uso eclesiástico inmutado de la Iglesia Católica, se vieron impedidas para sufrir evoluciones que podían haberse originado provenientes del campo fonético. También la influencia de la administración - especialmente los jurisconsultos - fue semejante a la de la Iglesia, aunque menos extensa. Y los notarios, que al redactar sus documentos en latín, con arreglo a fórmulas muy repetidas, que al ser leídas a los otorgantes se grababan en su memoria.