4. Influencia de la lengua y la cultura de Roma 

La historia en España comienza con la transmisión escrita en latín de noticias que nos proporcionan los historiadores, geógrafos y otros escritores greco-romanos. Los romanos la denominan Hispania, los griegos Iberia. Lo anterior es protohistoria y prehistoria, con apoyo fundamentalmente en la arqueología (4.1).

La conquista de Sagunto por el cartaginés Aníbal provoca la segunda guerra romano-púnica (218-202 a.C.) que decidirá los destinos de Hispania. Con el desembarco de Publio y Cneo Cornelio Escipión en la antigua ciudad griega de Ampurias, el año 218 a.C., empieza la incorporación de Hispania al mundo grecolatino. Expulsados de las costas ibéricas los cartagineses de la familia fenicia, se ciñe definitivamente el período romano que durará hasta el siglo V de nuestra era cristiana.

A principios del siglo I a.C. repercuten en el suelo ibérico las discordias civiles de los populares reformistas y los senatoriales aristocráticos en Roma, Cayo Mario y Sila. Triunfador Sila en Roma, un general de Mario, Quinto Sertorio, se refugia en la Península Ibérica y habría buscado y obtenido el apoyo de algunas tribus vasconas en el territorio comprendido en el triángulo Calahorra-Lérida-Huesca. No parece que le hubieran dado apoyo los berones de La Rioja ni los autrigones, más relacionados estos últimos con la zona de la actual Vizcaya. La dictadura aristocrática de Roma lanza contra él a sus generales Metelo y Pompeyo a quienes habrían ofrecido resistencia algunos enclaves vascones. La muerte de Sertorio (73 a.C.) va acompañada del avance definitivo de Pompeyo. Pamplona ( 4.2 ), Calahorra y todo el territorio vascón habrían de recibir la fortísima impronta cultural de Roma, pero no habría de completarse la pacificación del territorio hasta que Octavio Cesar Augusto dominara a cántabros y astures (año 18 a.C.), las razas más bravías del norte de la Península ( 4.3 ). Doscientos años le había ocupado a Roma sojuzgar a Hispania. En el 711, los musulmanes lo harán en poco más de cuatro años.

Cuando los romanos ocupan la Península Ibérica encuentran un territorio ocupado por muy diversas gentes sin unidad entre ellas. Se trata principalmente de poblaciones iberas, celtas o celtíberas, pero ello no significaba la existencia de lazos sociales ni de organizaciones políticas, más allá de lo tribal.ç


Inicialmente, en el año 197 a.C., la Península quedaba dividida en dos provincias atendiendo únicamente a intereses militares y políticos: Citerior, la más cercana a Roma, y Ulterior, la más alejada de ella. Con la llegada de Octavio Augusto (63 a.C.-14 d.C.) se instaura el Principado y comienza el Alto Imperio (año 30 a.C.) con el culto al emperador. Las provincias dejan de ser territorios dominados para convertirse poco a poco en parte integrante del Imperio y equipararse a Roma. En España se consigue en el año 212 con el emperador Marco Aurelio Antonino Basiano “Caracalla” (186-217 d.C.) y se modifica la división territorial anterior (Citerior, Bética y Lusitania). En el Bajo Imperio la parte occidental del imperio se divide en dos prefecturas: Italia y las Galias, comprendiendo esta última Bretaña, las Galias e Hispania que se divide en siete provincias: Bética, Lusitania, Galicia, Tarraconense, Cartaginense, Baleares y Mauritania Tingitana. Esta división tiene ya más en cuenta la existencia de los pueblos indígenas prerromanos.


El Imperio Romano, al organizar administrativamente el mundo antiguo, había dado el primer paso para la formación de las modernas naciones-estados. Su cultura diferencia las normas jurídicas (ius) de las normas religiosas (fas) y las morales (boni mores), siempre confundidas en los hábitos y comportamientos en la antigüedad. En adelante, no todo lo lícito será necesariamente honesto. Distinción que está desapareciendo en el siglo XXI en España y en otras culturas mediterráneas.

La cultura romana trae un concepto superior de la ley y los derechos de la ciudadanía. Los romanos, poco propensos a la abstracción y con un gran sentido práctico, son maestros en la administración, el derecho y las obras públicas. Roma sienta la base perenne de las legislaciones occidentales. Calzadas, puertos, faros, puentes y acueductos debidos a sus técnicos han desafiado el transcurso de los siglos. Y si el romano por naturaleza no siente afición hacia el escape desinteresado del espíritu y la fantasía, acierta a apropiarse la cultura helénica, tomando de ella lo que le faltaba. De este modo, como concluye el valenciano Rafael Lapesa (1908-2001), la escuela romana lleva a sus provincias, a la vez que el nervio latino, el pensamiento y las letras griegas, la creación más asombrosa del intelecto y arte europeos.

La cultura romana, aunque carece de originalidad en sus elementos que son tomados principalmente del mundo latino, del etrusco, griego y del oriental, los funde sin embargo de manera admirable, resultando una cultura ecléctica, orgánica, cívica, sencilla, práctica y realista que los pueblos dominados por Roma son capaces de asimilar con relativa facilidad, aún conservando su propia personalidad e idiosincrasia. Roma no impuso sus creencias a los pueblos conquistados. En Navarra por ejemplo se encuentran algunos nombres de divinidades locales prerromanas que aparecen en altares votivos como Losa, Selatsa, Velonsa o Ujué. Ninguna otra colonización se hará después en la historia de este modo admirable. Un nuevo proceso de urbanización será la más original aportación de la romanización a que se verá sometida Hispania.

Como consecuencia de la conquista romana, Hispania experimentará una radical transformación en todos los órdenes de la vida: técnica, agrícola e industrial, costumbres, indumentaria, organización civil, jurídica y militar, y no en menor grado, artística y lingüística. Los notabilísimos avances que habían aportado a la Península las culturas fenicias en el primer milenio antes de Cristo, constituirán un sólido fundamento para el progreso que aportará la cultura de Roma.

La civilización romana aporta la lengua latina como principal vehículo de romanización, importada por legionarios, colonos, administrativos y jurisconsultos. Para su difusión no habrían sido necesarias demasiadas coacciones, imponiéndose el peso de las circunstancias: superioridad cultural, carácter distintivamente preciso y claro del idioma oficial entre todas las lenguas indoeuropeas, acción de la escuela y del servicio militar y conveniencia de emplear un instrumento expresivo común a todo el Imperio. La lengua latina daría un paso decisivo cuando la constitución del emperador Caracalla (186–217 d.C.), en el año 212, otorga el derecho romano a todo el Imperio. A partir de ese momento desaparecen los derechos indígenas basados en la costumbre y que se habían mantenido en vigor en dualidad con el latino otorgado a algunas pocas ciudades. Lo religioso, lo moral y lo jurídico, confundidos tradicionalmente por los indígenas, aparecen ahora diferenciados, aunque la romanización no borra sin embargo rasgos distintivos de los pueblos prerrománicos que siempre se manifestarán de diversa manera desde un recóndito substrato ingénito.

La romanización de la Península Ibérica fue lenta e intensa, haciendo desaparecer las lenguas anteriores, a excepción del territorio de los vascones en el pirineo navarro-aragonés. La romanización más intensa y temprana fue la de la provincia Bética en el sur de la Península, cuya cultura, superior a la de las demás regiones peninsulares, y por ello más abierta a recibir influencias externas, facilitaría la asimilación de usos nuevos. Como apunta Ricardo de la Cierva, Roma permaneció en Hispania nada menos que seis siglos; debemos a Roma nuestra lengua, nuestro sentido de pertenencia a Occidente, nuestra religión predominante, nuestra primera experiencia de unidad hispánica, algunas de nuestras instituciones fundamentales: el municipio, el derecho y el sistema jurídico, la majestad del Estado, el origen de la educación superior, la organización administrativa, la urbanización, asombrosas obras públicas. Nada menos. Realidades vivas - urdimbre de nuestra sociedad actual - que el nacionalismo-separatismo vasco necesita borrar para dar un salto atrás e incierto en el vacío, en busca de un pretendido “origen” puro vascón (4.4) aún más lejano, que ni hemos llegado a conocerlo ni nos ha dejado nada palpable, desde luego no lo que nos dejó Roma.

La desaparición de las primitivas lenguas peninsulares no habría sido sin embargo repentina. Hubo seguramente un período de bilingüismo más o menos prolongado, según los lugares y estratos sociales. Los hispanos empezarían a servirse del latín en sus relaciones con los romanos y, poco a poco, las hablas indígenas se habrían ido refugiando en la conversación familiar hasta alcanzarse la latinización completa.

Cuestión muy debatida es si a través del latín subsistieron hábitos prerromanos en la pronunciación, tonalidad y ritmo del habla latina, y si esos rescoldos primitivos influyeron en el latín hispánico hasta la época en que nacieron las lenguas romance en los reinos cristianos peninsulares. Que hubo de haber diferencias entre el latín de Roma y el de Hispania es evidente. Siendo cuestor Adriano, hispano e hijo de hispanos, antes de ser elevado a emperador (117 a 138 d.C.), leyó un discurso ante el Senado y era tan marcado su acento regional que despertó risas en los senadores. ¡Qué duda cabe que debían existir peculiaridades fonéticas entre el vulgo de Hispania si el mismo Adriano las tenía!

Para explicar el mapa lingüístico actual debe partirse de las lenguas prerromanas y del latín, porque es un hecho que todas las lenguas peninsulares derivan del latín, exceptuando las hablas vascas, que constituían - hasta la reciente introducción del “batúa” - el único resto vivo de lenguas anteriores a la romanización. Es muy poco lo que se sabe del ibérico y nada hay seguro respecto a su procedencia, aunque ciertos indicios lo hacen suponer una lengua camítica, norteafricana. 

Toda evolución supone - necesita - una muerte para alumbrar un nacimiento. El latín se impone sobre las lenguas hispánicas prerromanas y de ese implante, de esa superposición, nace la posterior diversificación de lenguas romance en la Península. Después de un período de convivencia y bilingüísmo, el latín pasaría a ser la lengua general, y las lenguas anteriores ya sólo alimentarán el sustrato del latín de los hispanos. Ese sustrato o fondo lingüístico determinará en gran medida los hábitos de los hablantes y seguramente su fonética, contribuyendo a dar a su lengua características propias o variedades dialectales. Más tarde, la desmembración del Imperio en el siglo V relaja la precaria unidad del latín aflorando entonces con mayor vigor los rasgos vulgares de cada zona, al tiempo que llegarían influencias nuevas y extrañas a los dominios románicos, y cada uno de ellos debió de empezar entonces a vivir su propia historia en lengua romance, lo que se analiza más adelante.

Faltaba la unificación espiritual. Y fue el cristianismo importado de Roma quien ayudó eficazmente a la completa latinización de las provincias romanas. A partir del siglo I se difunde rápidamente por las ciudades y a partir del siglo IV se cristianizan las zonas rurales, en donde se encuentra la mayor parte de la población. Tras su deslumbrante éxito al conseguir abolir la esclavitud, la doctrina cristiana, al exaltar al hombre y señalarle como fin a Dios a quien llegará por la virtud, aporta a la cultura romana los valores espirituales de que carece el Imperio de Roma y sirve asimismo de soporte y lanzadera de la romanización. En las lenguas romance la influencia espiritual del cristianismo ha dejado innumerables huellas lingüísticas que aún perviven hoy día. Respecto al vascuence, muchos de sus latinismos se deben indudablemente a las enseñanzas eclesiásticas. Los rezos, cantos, predicaciones y otra liturgia que la Iglesia practicó tradicionalmente en vascuence, contribuyó asimismo al uso aunque latinizado de las hablas vascuence y en no pocos casos fue un seguro de supervivencia lingüística. . 

En la zona del río Ebro el cristianismo desbancó muy pronto a las religiones anteriores. Sin embargo, en la zona de la montaña pirenaica, sus moradores mantuvieron sus creencias paganas durante mucho más tiempo, de forma que se estima que en el siglo IX debía haber muy pocos cristianos en Vizcaya, Guipúzcoa y en el norte de Navarra.